Los inventos, ¿inventan necesidades?

101 inventos que revolucionaron el mundo.

Debido al psicoanálisis, Freud fue objeto de críticas agudas y algunas se convirtieron en sentencias famosas. Una de ellas alcanzó tal popularidad que hasta el día de hoy la cita uno que otro escritor ocioso: “El psicoanálisis inventa las enfermedades que pretende curar”.

Pero no es el psicoanálisis lo que me atañe, sino la cita, y no en el sentido terapéutico sino lingüístico. Cambiemos el sentido de la oración y su objeto de crítica, y enfoquémoslo a los inventos que han cambiado el mundo. La sentencia quedaría más o menos así: El ingenio inventa las necesidades que pretende solventar. Y lo hace. El invento cubre necesidades y puede hacer la vida más práctica.

Tal es el caso del Post-it, que se inventó en 1973. De algún modo, no se sabe cómo, la humanidad supo subsistir por milenios sin estos papelitos amarillos que hoy se consumen en más de 100 países. Y no sólo eso, hoy, el Post-it, aparece en 62 diferentes colores. Yo, que soy de espíritu clásico, utilizo los amarillos.

Es a Art Fry, un empleado de 3M, a quien debemos dar las gracias. Y es que Art era parte del coro de una iglesia, y cualquiera que haya sido corista antes de este invento habrá notado lo frustrante y poco estético que era utilizar marcadores en el cuaderno de himnos eclesiásticos. Pero Art no se iba a resignar, pensó que necesitaba un tipo de notas que se pegaran y despegaran fácilmente. Así que puso un poco de pegamento a un papelito amarillo y desde entonces el mundo coral ya no sería el mismo.

Como todos hemos visto, el Post-it también se adhiere a la frente de las personas. Sin ningún fin práctico, pero se adhiere.

Aquí una lista de los 101 inventos que cambiaron el mundo. Hay notar que en su mayoría se inventaron en los dos siglos anteriores. También reparo en objetos como el teléfono celular, que se inventó en 1947. Fue a cusa de su alto costo que no se popularizó sino hasta la década de los 80.

De las cosas que se mueven

Hace unos días llegué a mi trabajo –un taller de teatro– tararenado una canción que había escuchado días atrás. Le pregunté a mis compañeros si la conocían, por tanto, me vi en la necesidad de entonarla para ellos (debió ser gracioso escucharme improvisar palabras mutiladas en inglés con agudos imposibles para mí). Me dijeron que la canción se llama Set fire to the rain.

Cuando llegué a mi casa, abrí el portal de vídeos, escribí Set fire to the rain y descubrí que la canción, tan solo en esa versión, había sido escuchada más de 145 millones de veces desde hacía más de un año. ¿Dónde estaba yo mientras 145 millones de personas la cantaban? ¿por qué no sabía de ella cuando ya todo el mundo se empezaba a fastidiar de escucharla?

La respuesta no requiere meditación: la radio nunca la he escuchado; los bares, desde hace unos años, han dejado de ser un lugar recurrente para mí; no tengo un círculo de amigos con quienes me reúna para platicar y ponerme al tanto de temas actuales; soy cualquier cosa menos un melómano, siendo así, las probabilidades de encontrarme con esa canción eran casi nulas.

(Mis medios de recreo no requieren a más de una persona, y mi casa es un lugar donde disfruto mucho estar, en particular los sábados y domingos, cuando parece que la ciudad me ha dejado solo)

Enterarme de mi aislamiento musical, en términos populares, me hizo pensar en el pasado, cuando, por muchos años, la fiesta y la vagancia eran lo más importante para mí, entonces las conocía todas.

Las cosas han cambiado, hubo algo que modificó aspectos importantes de mi vida: el arte y la literatura. Al mismo tiempo, empecé a sentir interés (y necesidad) por el dinero, y si hay un país en el que el dinero y el arte no suelen convivir, es el país donde vivo. Sin embargo, no cambiaría mi relación con el arte por unos pesos, si habría de hacerme rico tendría que ser por medio de lo que más me gusta hacer. Sartre lo dice mejor que yo: “Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace.”

Considero que la sentencia de Sartre es un tanto cursi y de retórica simplista, por otro lado, invertir el orden de los elementos sintácticos con el fin de lograr un concepto revelador me parece un recurso de poco valor lingüístico: valerse del mismo término y usarlo con dos acepciones distintas tales como querer, de apego sentimental, y querer, de deseo, no es algo que nutra la oración en ningún sentido estético o artístico. Pero, a decir verdad, creo en lo que dice. El discurso es lo importante.

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