EL TEATRO y las obras que en él se representan son siempre el reflejo de una cultura. En cualquier época, tanto el local de la presentación como la obra representada son productos de las condiciones sociales y de los aspectos estéticos predominantes.
K. Macgowan y W. Melnittz.
A más de 2,500 años de representaciones teatrales, el teatro ha evolucionado tanto como su público. No obstante, a pesar de que han vivido a lo largo de la historia distanciamientos uno con otro, actualmente parecen ignorarse más que nunca.
El teatro se olvida del público cuando deja de pensar en él como parte de una misma entidad. El público se ha transformado. El público de teatro es parte de una sociedad que ha cambiado radicalmente en las últimas dos décadas: el homo sapiens se trasforma en homo videns. El homo sapiens pretendía, entre otras cosas, aprender de la vida en el teatro, y sí, divertirse también. El homos videns solo busca diversión siempre y cuando esto no implique esfuerzo alguno. El cine y la televisión no representan ningún esfuerzo intelectual y son sumamente espectaculares.
EL PÚBLICO YA NO ENTIENDE EL TEATRO
Cuando el teatrista habla del público que no llega a la sala como un ente extraño que no sabe apreciar las bondades del arte dramático, es porque ignora la metamorfosis que ha sufrido la sociedad. Ignora lo que ésta asume como una necesidad, lo que para la sociedad es el verdadero entretenimiento y las características que demanda. Ignora la manera en que asume la vida, el modo en que se comunica con el mundo y bajo qué lineamientos. Ignora también que actualmente la mayoría del público lo único que busca es diversión. Pero el teatro no puede limitarse únicamente a divertir.
Como un divorcio, ambas partes han dejado de entenderse y por ende de interesarse, así es la relación entre público y teatro. El público ya no entiende al teatro, no le alcanza, y por esto no le interesa. Por otra parte, el teatro se empieza a resignar: “El teatro ha renunciado a la comunicación masiva y ha reconocido sus propios límites…”, Rascón Banda. El público ya no entiende y el teatro se desentiende.
Según el lingüista y filósofo de la lengua Rafelle Simone, la gente empezó a perder la capacidad de pensar cuando perdió la capacidad de leer. Esto se debe a que, según él, nos encontramos en lo que llamó La tercera fase. La primera fase la propició la escritura; la segunda el invento de la imprenta, y la tercera fase la determinaron los medios visuales. En esta etapa a la gente le resulta difícil comprender y concentrarse; necesita de imágenes, necesidad que satisface a manos llenas con la computadora, el cine y la televisión.
Cuando la gente empezó a perder la capacidad para comprender asuntos que requieren de cierta concentración y un esfuerzo intelectual para decodificar símbolos y signos, el teatro, que pretende profundizar en temas relevantes a la cultura, se vio afectado. Con historias contadas por balas, sangre y “gente bonita”, difícilmente se puede adentrar en temas de real trascendencia humana.
El origen de uno de los motivos por los que el público carece de interés por el teatro y otras artes es el siguiente…
El libro ya no es el emblema del saber y del conocimiento, sino que su lugar ha sido ocupado por otros medio de comunicación, en especial por la televisión y la computadora. Al aumento del consumo de televisión hay que atribuir un “empobrecimiento de la capacidad de entender”, dado que, a diferencia de la palabra escrita, la televisión, “produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella nuestra capacidad de entender (Simone p. 88. 2001).
Entender, allí esta la clave. El teatro es la abstracción de la vida y como tal se proyecta. Si, cómo menciona Simone, estamos perdiendo nuestra capacidad de abstracción, entonces es casi imposible que el público pueda entender al teatro. A menos que hablemos del teatro “elemental”, aquel teatro adornado con actores de televisión en donde las historias se desarrollan en salas y recámaras representadas por autenticas salas y recémaras. Estas suelen ser las mismas salas y recámaras que el público tiene en su hogar (un concepto fácil de entender, sin abstracción alguna).
Este tipo de obras no le representa dificultad alguna al espectador, es como ver televisión en vivo. Simone asegura que “la pérdida de afición por la escritura y sus soportes, ha provocado la desalfabetización, es decir, perdida gradual de la capacidad de leer” (Simone p. 88. 2001). Al perder esta habilidad lectora perdemos sus beneficios: capacidad de análisis, de reflexión, de crítica, de imaginación y más.
Un lector incapaz de entender a Kafka, por ejemplo, quien escribió con un lenguaje sencillo, difícilmente será capaz comprender una puesta en escena donde un viaje a la luna se realiza por medio de un zapato, le sería imposible. ¿Pero por qué el zapato? ¿y el cohete?
Tampoco hay capacidad de concentración; necesitan ruido, mucho ruido, imágenes, muchas. El público se duerme en el teatro. Para asistir gustosos al teatro y estar atentos, necesitaría de gritos e histeria para poder, acaso, aguantar una hora enterrado en la butaca; necesitaría música estruendosa y severos cambios de luz de todos colores para mantener sus ojos en el escenario (homo videns); necesitaría de asesinatos violentos, de diálogos superfluos, de parlamentos cortos y muchos elementos de utilería y escenografía; necesitaría de todo lo que el teatro no necesita. En resumen, el público en el teatro lo que quiere es televisión y cine. El teatro no puede ni debe competir con ellos en sus propios términos.
Esta desalfabetización (consecuencia de la cibercultura) nos afecta a todos, teatristas o no, y es sólo el principio. Recordemos que apenas entramos a la era digital, hay todavía mucho más que explorar en ella: “La web, tal y como la conocemos hoy en día, es al ciberespacio lo que la linterna mágica al cine” (En Sanchez-Mesa) La cibercultura irrumpe de forma definitiva, ya nada será igual. Está por verse si es para bien o no, todavía no es posible saberlo con certeza.
Entendamos pues, que la falta de interés del público por el teatro no solo obedece a la falta de calidad y de actualidad del arte dramático. El público desdeña al teatro: por no entenderlo lo discrimina. Encuentra en él historias que carecen de lo verdaderamente in: lo grandilocuente. El teatro susurra a los oídos del alma, pero la gente no quiere eso, quiere que le griten, que lo cieguen. Como los pollos, encerrados en granjas luminosas las veinticuatro horas del día, también hay hombres: la luz nos ciega a pollos y hombres. La luz: medios masivos de comunicación, mercadotecnia desmedida, automóviles, moda, marcas de todo tipo de artículos que prometen personalidad.
La gente difícilmente se siente cómoda en un lugar silencioso, es inquieta. El teatro inquieta pero de otra manera. Rascón Banda, en su mensaje internacional del día mundial del teatro, hizo una descripción sencilla y precisa de los efectos del teatro: conmueve, ilumina, incomoda, perturba, exalta, revela, provoca, trasgrede.
Desafortunadamente, hay poco público para este teatro. Como el coleccionista de estampillas, quizá tengamos que volvernos coleccionistas de público, hay que cuidarlo, mientras, sigámonos conociéndonos en la tercera fase.
TEATRISTAS
Los teatristas también somos parte de esa sociedad enajenada por los medios audiovisuales, no es fácil ignorar la luminosidad. Quizá por esto nuestras obras también suelen carecer de profundidad, de discurso, de novedad, de misterio, de sorpresa; en resumen, suele carecer de vida. En ellas, no suele pasar nada, todo es caduco, insípido, ordinario y mal contado. El teatrista no está exento del dominio de la cultura visual; vivimos en ella, somos parte de ella, la consumimos. Nosotros también hemos sido afectados, se percibe en nuestras historias, en la manera en que las musicalizamos, en como las adornamos y rellenamos:
El teatro de cada época ha operado dentro de ciertas convenciones, y su auditorio las aceptó prontamente en su totalidad. Creemos que el teatro — tanto en su fase imaginativa como realista— no debe estudiarse fuera de su marco histórico, sino que más bien debe subrayarse el sentido de la forma especifica que tenía para su auditorio. Aún es cierta la afirmación que se hace en Hamlet de que los actores “son el resumen y las breves crónicas de su época”. (Macgowan, Melnitz p. 8. 1964)
El teatro es el arte más honesto: una sociedad pobre produce teatro pobre, una sociedad culta produce teatro culto. El teatro es el reflejo fiel de la sociedad a la que pertenece y representa. El teatro siempre es claro, nunca miente.
No hay teatro bueno y teatro malo, simplemente hay teatro (ignorar al teatro que llamamos “malo”, es no querer saber de nuestra realidad, no como creadores, sino como individuos que conforman una sociedad).
En el teatro el artista no habla de sí mismo, habla de la sociedad que lo afecta, ni siquiera es el medio: la voz es la actividad social en que vive, el medio es el teatro en sí. El teatrista es un simple receptor que, como tal, lo único que le queda es reaccionar; reacciona haciendo teatro, entonces se vuelve emisor. El teatrista necesita de empuje, nada es propiamente suyo en escena, cuando el teatrista deja de hablar de sí mismo, el surge el teatro.
El teatro que solemos desdeñar, al llamamos comercial, es, en realidad, un teatro honesto: honesto a su tiempo, a su sociedad y a sus necesidades. Como lo mencioné antes, el teatro no miente, y la sociedad, la masa, tampoco lo hace: siempre es honesta, no sabe mentir. El público no aplaude vigorosamente cuando no quiere aplaudir y no asiste al teatro cuando no quiere asistir. Aquí un claro ejemplo que tomo de Las edades de oro del teatro, Macgowan, Melnitz p. 20,21:
Si alguna vez el teatro romano tuvo la significación religiosa y cívica que alcanzó el teatro griego, rápidamente la perdió y se convirtió sólo en “representación comercial”. Surgió el “empresario”. Los magistrados cuya obligación era proporcionar juegos para las multitudes se convirtieron en profesionales tanto en lo que se refiere a las obras como a las representaciones. El actor-empresario tenía su compañía de esclavos, libertos y extranjeros. Compraba una obra directamente de su autor o adaptador, costeaba los trajes y los enseres o utilería y asumía todos los riesgos que entrañaban la producción y la representación. Si la obra lograba arraigo popular, recibía dinero proporcionalmente al éxito obtenido y a veces se le premiaba con hojas de palma o con una corona de oro de plata. Un resultado inevitable de esta actividad fue la organización de claques* que aplaudían a ciertos actores y silbaban a otros. Los juegos y espectáculos se ofrecían en los mismos teatros que las comedias y con frecuencia las representaciones se hicieron cada vez más violentas y sangrientas. Las obras mismas adquirieron un carácter más licencioso o fueron sustituidas por pantomimas, cuadros o danzas obscenas.
*Ahora los claques son los críticos, en ese sentido, y en otros, no hay gran diferencia entre la Roma teatral de entonces y el México teatral de hoy.
Que este tipo de teatro carezca de arte y de vida no lo hace malo ya que es honesto y habla de una realidad social, habla por una sociedad. O mejor dicho, es la sociedad la que habla, la que se proyecta en él, por eso existe. El diccionario de la Real Academia Española señala que malo es algo que “carece de la bondad que debe tener según su naturaleza o destino”, entonces pues, no puede ser malo, ya que ese teatro “malo” obedece la naturaleza de su sociedad. El origen del teatro fue religioso, si somos fieles a su principio, todo teatro no-religioso va en contra de su naturaleza.
El teatro para el ateniense era algo de vital importancia porque constituía el clímax de un ritual religioso y cívico. La representación teatral no era un hábito que se practicaba cotidianamente; estaba limitada a determinados días fijos de cada año. (Macgowan, Melnitz p. 17)
Pero volvamos a Roma.
El colapso del Imperio Romano arrastró consigo un teatro que había caído, casi por igual, en decadencia. El teatro de Dionisos murió como su dios, asesinado y mutilado y esparcidos sus miembros por los enemigos de su espíritu eterno. Debía renacer, como el propio Dionisos, en la primavera del Renacimiento. (Macgowan, Melnitz p. 47)
Con la decadencia de Roma cayó el teatro, son pues, teatro y sociedad, fieles e inseparables amigos, a donde va uno va el otro. Cosa muy similar, pero en el sentido contrario, sucedió en Atenas:
Atenas y gran parte de Grecia era una comunidad que gustaba de la conversación, de pensar y de escribir, así como del arte y el atletismo, y llegó de un solo impulso al pináculo de la expresión teatral. (Macgowan, Melnitz p. 12)
El individuo no hace teatro, lo hace la sociedad. La salud de una sociedad afecta directamente al teatro: en la cúspide de Atenas el teatro progresó; en la decadencia de Roma, sucumbió.
El teatro necesita actualizarse, conocer bien la sociedad a la que pertenece, lo que a ésta le afecta, sus necesidades, sus inquietudes, el teatrista necesita reconocerse dentro en esa sociedad, conocer sus limitaciones y sus virtudes.
No hay público que se resista a la magia del teatro, entonces ¿por qué las salas están vacías? Que respondan ellos:
ENCUESTA
Sólo 4.6 por ciento de la población asiste al teatro, a la danza o exposiciones.
Según la Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales publicada en La Jornada el 27 de marzo 2008 revela que (abro cita): en la actualidad sólo 4.6 por ciento de la población asiste a presentaciones de teatro o danza, así como exposiciones.
Sólo cuatro de cada 10 entrevistados de más de 15 años de edad, es decir, 39.6 por ciento manifestó haber acudido alguna vez al teatro, y únicamente 13.9 por ciento lo hizo durante 2006.
De acuerdo con los datos de la encuesta, que incluye el Programa Nacional de Cultura 2007-2012, los principales motivos que toman en cuenta para ir al teatro son:
El interés por los temas o argumentos de las obras, 44.9 por ciento.
Pasar un rato agradable, 42.4 por ciento.
Por el nombre de los actores, 28.6 por ciento.
Por recomendación de un amigo o familiar, 27.9 por ciento.
Por los anuncios, 16.6 por ciento.
Por los comentarios de la crítica, 9.5 por ciento.
Para llevar a los niños, 8.5 por ciento.
Entre las razones para no acudir a los espacios teatrales figuran:
La falta de tiempo, 40.5 por ciento.
La falta de interés, 35 por ciento.
El costo, 34.6 por ciento.
La lejanía de los recintos, 32 por ciento.
El desconocimiento, 26.1 por ciento.
Los horarios inadecuados, 4.5 por ciento.
Los patrones de consumo cultural y de uso del tiempo libre establecidos por la encuesta confirman que hace falta estimular hábitos culturales desde la más temprana infancia, mediante programas y actividades de calidad.
En el Sistema de Información Cultural están registrados 556 teatros en el país. Las entidades con más espacios son el Distrito Federal, con 131; Tamaulipas, con 24, y Guanajuato, Guerrero y Nuevo León con 23. Así, el promedio nacional es de 185.726 habitantes por teatro. (Cierro cita)
Ya son muchos años de teatro, de atestiguar los cambios más importantes de la humanidad, y todos estos se han llevado al escenario. El teatro es el microcosmos de la sociedad.
El teatro sólo puede extinguirse si la sociedad se extingue, de otro modo siempre prevalecerá. Pero debe estar atento a las transformaciones de su entorno, hay que conocer al “contrincante”, ¿y quién es el verdadero contrincante? ¿La cibercultra, los medios masivos de comunicación, la falta de cultura de la gente, su pereza mental, el teatro comercial, nuestro ego, nuestra falta de profesionalismo, nuestra falta de pasión? Son todos a la vez. Contar una historia en un escenario no debería exigirnos más que concentración en el trabajo.
Existe una nueva sociedad, y el teatro tendrá que ponerse al día, esto no implica digitalizarnos, por supuesto, sino contar desde el escenario historia renovadas en su forma. La dramaturgia fue, en su momento, piedra angular del teatro. Una vez que nació y se desarrolló el oficio del director —hace poco más de cien años— el teatro dio un gran salto, la puesta en escena encontró algo nuevo a su favor, tiene que dar ahora otro gran salto para reencontrase con su público. Puede ser, como dice Rasco Banda, que el teatro haya renunciado a las masas, yo más bien diría que las masas renunciaron al teatro.
Concluyo con las palabras que Robert Lepage, director y dramaturgo canadiense, pronunció en el día mundial del teatro:
“La supervivencia del teatro depende de su capacidad para reinventarse integrando las nuevas herramientas y los nuevos lenguajes. Si no, ¿cómo podría el teatro seguir siendo testigo de las grandes apuestas de su época y promover el entendimiento de los pueblos, si no da él mismo prueba de apertura? ¿Cómo podría jactarse de ofrecer soluciones a los problemas de la intolerancia, exclusión y racismo si, en su propia práctica, se resiste a todo mestizaje y a toda integración?”